El islam en Albania desaparece, un caso único en Europa
El último censo oficial confirma un descenso histórico del islam en Albania. Casi nadie practica sus preceptos.
Según el censo oficial albanés de 2023, sólo el 50,67% de la población se identifica como musulmana. Esto supone una caída notable respecto a datos de 2011, que situaban a la población musulmana entre el 70% y el 80% (Pew Research Center, 2012).
Además, llos datos muestran un aumento de la población que se declara sin afiliación religiosa o como creyentes sin denominación específica. Según el mismo censo de 2023, el 13,82% de los albaneses se consideran creyentes sin denominación, y un 3,55% se identifican como ateos . la religión ya no estructura la vida cotidiana, especialmente entre las nuevas generaciones.
Según el censo de 2023, sólo el 16,4% de los musulmanes en Albania ayunan regularmente durante el Ramadán, mientras que el 62,1% no lo hace en absoluto. En cuanto a la asistencia a lugares de culto, sólo el 21,7% de los albaneses musulmanes afirman ir a la mezquita al menos una vez al mes. Sólo el 6,8% de los encuestados puede ser considerado profundamente seguidor del islam.
Esta situación y este descenso de la práctica del islam es único en Europa. Mientras la mayoría de países europeos ven aumentar a la población musulmana por migración y natalidad. Albania es la excepción: la proporción de musulmanes baja y la práctica religiosa casi desaparece.
El comunismo borró una fe que ya era floja
Durante cinco siglos de dominio otomano, gran parte de la población albanesa se convirtió en el islam, a menudo más por conveniencia que por devoción. El islam echó raíces, sí, pero con formas suaves y flexibles y con una práctica escasa entre las clases populares.
Cuando el régimen comunista llegó al poder después de la Segunda Guerra Mundial, halló una religión ya debilitada, informal y con poca presencia estructural. El siguiente paso fue radical: en 1967, Enver Hoxha declaró Albania primer estado ateo del mundo, cerró mezquitas e iglesias, y persiguió activamente cualquier expresión religiosa.
Cuando la religión fue legalizada de nuevo en los años noventa, la sociedad albanesa ya había roto la transmisión familiar de la fe. Las generaciones jóvenes crecieron sin práctica ni referentes espirituales. El islam quedó como una etiqueta cultural, no como guía vital.
Un caso aislado en Europa y en el mundo musulmán
Hoy, Albania es el único país del mundo con pasado musulmán mayoritario que ha dejado de serlo sin trauma, guerra ni acoso. No ha habido conflicto religioso ni presión externa. Simplemente, la religión ha dejado de tener peso en la vida de la mayoría.
En un momento en el que muchos países europeos se preocupan por el crecimiento del islam, Albania muestra la otra cara de la moneda: un país donde el islam se va en silencio, y casi nadie le echa de menos.
Reacciones políticas inmediatas
La respuesta de la clase política francesa no se ha hecho esperar. Las primeras voces críticas han venido de la derecha institucional y de la extrema derecha. una deriva sectaria y violenta de una parte del movimiento LGBT+. Valérie Pécresse, presidenta de la región de Île-de-France, ha sido la más contundente: ha anunciado la retirada inmediata del logo regional del cartel y ha suspendido la subvención pública a la organización Inter-LGBT. Ha declarado que “no se puede subvencionar un mensaje que incita al odio ya la violencia contra una parte de la población”.
Desde el Reassemble National, Marine Le Pen ha hablado abiertamente de "racismo antiblanco". A la izquierda, la reacción ha sido más matizada: figuras como Jean-Luc Mélenchon han defendido el cartel como una expresión legítima ante la ofensiva reaccionaria global.
En resumen, el cartel no sólo ha dividido a la sociedad civil, sino que ha encendido una batalla simbólica dentro del panorama político francés. En plena campaña por las elecciones europeas y con la ultraderecha ganando terreno, el conflicto sobre la Marcha del Orgullo se ha convertido en un marcador ideológico: para unos, un símbolo de resistencia; para otros, una prueba más de la fractura cultural que vive Francia.
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